sábado, 26 de abril de 2014
América Latina: Un concepto difuso y en constante revisión.
Como zona geográfica, el término “América Latina” se refiere hoy a todo el continente americano al sur del Río Grande, incluyendo México, América Central, el Caribe y Suramérica. En principio, el adjetivo ‘latina’ proviene de un legado imperial: designa las partes del nuevo mundo que fueron colonizadas por naciones de la Europa latina como España, Francia y Portugal. Sin embargo, hay zonas del Caribe, Centro y Suramérica que fueron dominadas por Inglaterra u Holanda. Del mismo modo, hay partes de Norteamérica en Canadá y Estados Unidos que sí fueron colonizadas por Francia y España pero no se consideran latinoamericanas. Además, las poblaciones indígenas, que son muy numerosas en algunos países como Guatemala, Bolivia, Ecuador, México y Perú, difícilmente pueden considerarse ‘latinas’, y quedan típicamente excluidas del nombre dado a la región en donde viven. Tampoco es enteramente apropiado el nombre de ‘latinos’ para la considerable presencia de descendientes de africanos y asiáticos en el continente, quienes tienen una importante influencia cultural. Así que cabe preguntarse cómo y por qué existe esta difusa denominación.
Para comenzar, es útil recordar que la clasificación geográfica mundial está íntimamente conectada con una historia de invasiones, intereses económicos y tensiones de poder entre grupos humanos. Una mirada desde fuera del planeta fácilmente podría percibir la tierra como una sola isla flotando sobre un solo océano, cuestionando la división convencional del mundo en cinco (o siete) continentes. Así lo mostró el matemático norteamericano Buckminster Fuller cuando desarrolló, entre 1921 y 1954, la ecuación geométrica para hacer el primer plano del mundo sin distorsión de las masas terrestres: el mapa Dymaxion.
Como anotó Fuller sobre su mapa, “Todos somos astronautas en una pequeña nave espacial llamada Tierra”. El mapa Dymaxion también ayuda a dejar atrás la percepción desproporcionada que, basada en el plano de navegación diseñado por Gerhardus Mercator (1569), creó la impresión de que las masas del norte (donde se encuentran Europa y Norteamérica) eran mucho mayores que las del sur, una ilusión visual que predominó durante cuatrocientos años y todavía se enseña en muchas escuelas de todo el mundo.
La proyección de Mercator refleja la historia moderna en varios sentidos. El mapa fue diseñado por un europeo en el siglo XVI para fines de navegación, igual que el capitalismo se desarrolló en Europa por esa misma época con base en el comercio y la colonización, y se extendió al resto del mundo. El hecho de que el diseño de un europeo fuera el mapa generalizado para el planeta, es indicio de la hegemonía comercial y colonizadora de varias naciones de ese continente. La percepción de Europa como centro de referencia es fácil de observar en términos comunes como “el hemisferio occidental” (¿al occidente de dónde?), “el Medio Oriente” (¿al oriente de dónde?), o el “Nuevo Mundo” (¿nuevo para quiénes?). En muchos niveles, el mundo ‘globalizado’ de hoy –así como las ideas que tenemos sobre él–, fue también ‘diseñado’ por la dinámica expansiva del mercantilismo europeo. La economía mundial se parece más al mapa de Mercator que al de Fuller. También la actual distribución de la tierra en zonas geográficas corresponde a los nombres y divisiones que se generalizaron por los proyectos imperiales de España, Francia e Inglaterra, y es resultado de la expansión europea desde el siglo XV.
América es producto directo de esta expansión. No hay que olvidar que la expedición de Cristóbal Colón tenía una motivación fundamentalmente mercantil. Y, como enfatizó el intelectual mexicano Edmundo O’Gorman, el continente americano se inventó –no se descubrió– a partir de las crónicas europeas, que a menudo proyectaron sus fantasías de exotismo sobre este territorio nuevo para ellos. Y desde el comienzo fue el ‘Nuevo Mundo’ espacio de disputas entre naciones europeas en competencia por controlar la tierra, el comercio y la población de este pedazo del mundo. Una breve historia de cómo se impuso el nombre mismo para este continente es indicativa de dichas disputas, que nos permiten entender mejor las divisiones de hoy.
Como se sabe, el ‘descubrimiento’ de estas tierras fue accidental, e igualmente accidentado ha sido el proceso de nombrarlas. Colón pensó que había llegado al continente asiático y durante varias décadas los textos de la época se refirieron a este territorio como “Las Indias”. En España se mantuvo esta denominación, modificada como “Las Indias Occidentales”, hasta el siglo XVIII.
Pero la noticia sobre estas tierras llegó a otras partes de Europa a través de las cartas del navegante florentino Américo Vespucci (Florencia, 1454 – Sevilla, 1512), quien participó en varios viajes de exploración por las costas de lo que hoy conocemos como Sudamérica. Al regresar del último viaje, Vespucci escribió en 1504 una carta en la que afirmaba que este territorio era "la cuarta parte del mundo", y añadía: "Yo he descubierto el continente habitado por más multitud de pueblos y animales que nuestra Europa, Asia o la misma África". Esta carta se difundió por Europa y, en 1506, el monje alemán Martín Waldseemüller incluyó la información en su libro de geografía, proponiendo: "otra cuarta parte [del mundo] ha sido descubierta por Americo Vesputio . . . [y] no veo razón para que no la llamemos América, como la tierra de Americus, por Américo, su inventor". El libro incluía un mapa en el que apareció por primera vez el nombre del continente y, para 1507, ya se habían hecho seis ediciones. Así fue como –sin hacer justicia a Cristóbal Colón, que murió ignorado en 1506– comenzó a popularizarse en Europa el nombre de América, como una manera simbólica de cuestionar la exclusividad de España sobre los nuevos territorios.
De este modo, si bien España tuvo la mayor parte de la autoridad sobre las tierras recién invadidas, no la tuvo para nombrarlas. Y el acto de nombrar es parte integral del proyecto de dominar. Poco después las potencias europeas emergentes –primero Portugal y luego Inglaterra, Francia y Holanda– disputaron con el reino español el derecho a poseer territorios del nuevo continente, que se convirtió en escenario de proyectos comerciales e imperiales en conflicto. El Caribe, que era la puerta de entrada para casi todas las rutas de navegación, se fragmentó en pedazos de cada uno de estos reinos. Los franceses e ingleses obtuvieron grandes zonas en el norte, los portugueses en el sur. Y el resto, un gran territorio desde la Tierra del Fuego hasta California y La Florida, fue parte del imperio español.
Tres siglos más tarde, el nombre de América adquirió una connotación emancipatoria. Tanto en los territorios españoles como en las colonias inglesas del norte, los partidarios de la independencia defendieron un espíritu americanista para oponerse a la Europa imperial. Después de independizarse en 1776, las colonias del norte adoptaron el nombre de Estados Unidos de América. De manera similar, los nuevos gobernantes de las colonias que se independizaron de España entre 1810 y 1830 hablaban de “las repúblicas americanas” para referirse a los países hispanohablantes del continente. En 1815 Simón Bolívar (general de las fuerzas revolucionarias en Sudamérica) describía así su sueño de unificar a las antiguas colonias españolas: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo por su libertad y gloria” (27). También en 1847 y 1864 se celebraron en Lima dos “Congresos americanos” para promover la unión entre las nuevas naciones de habla española.
Sin embargo, una vez consolidadas las nuevas repúblicas, este doble americanismo se hizo cada vez más conflictivo. Hoy, el nombre de América se disputa entre un país que lo adoptó como propio y el resto de los países del continente, que han tenido que buscar nombres alternativos. En abril de 1987, el artista chileno Alfredo Jaar presentó en el tablero electrónico de Times Square, NY, un mapa de Estados Unidos atravesado con la frase: “This is not America”; la palabra América se expandía luego hasta llenar la pantalla y la “R” se convertía en un mapa de todo el continente americano.
En efecto, la fundación de los Estados Unidos en 1776 creó una ambigüedad para el nombre, que desde entonces podía referirse a un país o a todo el continente. La solución que encontraron los países angloparlantes fue obvia: considerar que había dos Américas. En español, muchos intelectuales y políticos prefirieron hablar de “Los Estados Unidos de Norteamérica”, y continuaron utilizando el sentido original de la palabra América para designar el continente completo.
La elección misma de su nombre es un indicio del proyecto expansivo de Estados Unidos y su “destino manifiesto” de ser líder de todo el continente, lo que ha sido motivo de fricciones políticas hasta el día de hoy. En 1823 el presidente James Monroe declaró con firmeza que ninguna nación americana debería ser objeto de colonización por ninguna potencia europea, reafirmando el derecho a la independencia de todos los países.
Al mismo tiempo, esta doctrina adjudicaba a los norteamericanos una autoridad moral y paternalista sobre los demás. En el siglo XX esta autoridad se hizo efectiva para defender los intereses económicos y políticos de Estados Unidos en contra de la soberanía de otros países del continente. El eslogan popular de la doctrina Monroe, “América para los americanos”, adquirió entonces un sentido de ironía: ¿cuál de las Américas para cuáles de los americanos? Era necesario entonces un nombre alternativo para la otra América. Ya en 1896, el escritor y héroe de la independencia cubana José Martí preveía esta polémica cuando escogió la frase “Nuestra América” como título para un ensayo suyo, ahora famosísimo, en el que defendía la necesidad de que los países hispanoamericanos afirmaran su afinidad entre sí y su soberanía frente al Coloso del Norte.
Durante el siglo XIX, la conveniencia de un nombre alternativo que agrupara a las naciones hispanohablantes independientes respondía también a otros factores. Por un lado, actuar en bloque podría darles más influencia internacional y su común denominador histórico y lingüístico era obvio. Por otra parte, era importante mantener una distancia ideológica y política de España, que ya no era una potencia en Europa. Finalmente, tanto la élite hispanoamericana como la francesa tenían un creciente interés por enfatizar sus conexiones culturales, políticas y comerciales.
El pensamiento francés propuso un modelo que se convirtió en la base del término “América Latina”. En 1836, el economista político Michel Chevalier publicó en París las crónicas de sus viajes por América, un continente que, para él, reproducía las divisiones étnicas de Europa: “Las dos ramas, latina y germana, se reproducen en el Nuevo Mundo. América del Sur es –como la Europa meridional–, católica y latina. La América del Norte pertenece a una población protestante y anglosajona” (Ardao 161). Muchos intelectuales y políticos tanto europeos como hispanoamericanos comenzaron a utilizar el adjetivo ‘latina’ para enfatizar las diferencias de estos países con los Estados Unidos y sus afinidades con la cultura francesa. El colombiano José María Torres Caicedo, por ejemplo, creó en París una “Liga Latinoamericana” en 1861, y poco después publicó su libro Unión latinoamericana (1865). En esta y otras publicaciones, Torres Caicedo argumentaba que el adjetivo ‘latina’ era la mejor “denominación científica” para la América de habla española, portuguesa y francesa. El autor colombiano también denunciaba en su obra el carácter imperialista del “Destino manifiesto” que el presidente Buchanan había articulado en 1857.
El gobierno francés, que se disputaba el dominio del mundo con Inglaterra –la otra gran potencia europea–, estaba encantado con esta idea de la afinidad cultural entre las naciones “latinas” de Europa y de América, lógicamente bajo el lideraje de Francia: “Solo ella puede prevenir que toda esta familia [latina] quede sumergida en la doble inundación de germanos o anglosajones y de eslavos”, había dicho Chevalier (Phelan 465). Estos argumentos justificaban el mercado para los productos franceses en los países hispanoamericanos y el acceso privilegiado de Francia a las materias primas del Nuevo Mundo. También en nombre de estas ideas se estableció un gobierno francés en México entre 1861 y 1867. Por esos años se publicaba en París La Revue des Races Latines (Revista de razas latinas), en la que se exaltaba la superioridad “espiritual” de las culturas latinas. Algunas décadas después, el intelectual uruguayo José Enrique Rodó haría famosa esta idea en un influyente libro, Ariel (1900), subrayando la importancia de defender la latinidad de los países hispanoamericanos contra el materialismo de la cultura norteamericana.
Fue de esta manera que la expresión “América Latina”, concebida en París, comenzó a consagrarse en contraste con la América anglosajona, en afinidad con Francia y distanciada de España. Durante el siglo XX, el término adquirió cada vez más prestigio para oponerse al intervencionismo estadounidense y para designar el destino geopolítico común de la región al sur del Río Grande (Canadá tuvo un destino muy diferente). En 1948 el término se utilizó por primera vez para designar un organismo internacional: La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de las Naciones Unidas. La CEPAL se fundó para estudiar y mejorar las condiciones económicas de los países americanos que tenían un desarrollo capitalista inferior al de los países del norte. También en esos años, cuando se dinamizaron los estudios de área en las universidades norteamericanas después de la Segunda Guerra Mundial, el término “Latin American Studies” se convirtió en el preferido para designar los estudios sobre países del continente al sur de los Estados Unidos, incluyendo al Caribe angloparlante.
El nombre de América Latina fue creado, pues, por una historia de invasiones, imposiciones y oposiciones. Igualmente, las regiones que ese nombre designa tienen una historia de lucha por autodefinirse, ya que su pasado, presente y futuro han estado determinados por una mentalidad foránea, básicamente de origen europeo y, en el último siglo, norteamericano.
Y es esta historia común de colonialismo y dependencia lo que realmente permite agrupar a tantos países y culturas diferentes bajo el rótulo de “América Latina”. En la arena internacional, la región ha tenido un destino común subalterno. En la arena doméstica, en todos los países latinoamericanos hay una inmensa brecha entre un pequeño grupo privilegiado y una mayoría que vive en condiciones económicas muy difíciles. Hoy, es la región del mundo donde existe la mayor disparidad entre ricos y pobres.
América Latina no es una unidad cultural sino una categoría geopolítica: el grupo de países americanos que tienen menos poder internacional por sus condiciones económicas o su historia de dependencia. Estudiarlos como una sola región puede obliterar las profundas diferencias que existen entre tantos países y grupos étnicos. También puede hacer olvidar la desigualdad de condiciones y poder que existe, por ejemplo, entre Brasil o Chile, que tienen economías bastante fuertes, y Haití o Nicaragua, cuyos ingresos per cápita están entre los más bajos del mundo. Al mismo tiempo, pensarse como un solo bloque, enfatizar su destino compartido y estimular el conocimiento mutuo, puede ayudar a que estos países encuentren soluciones para problemas comunes entre ellos y tengan mayor influencia en las decisiones internacionales.
Espero les halla sido útil este concepto. Las referencias completas pueden encontrarse en la fuente.
Fuente: http://www.bowdoin.edu/~eyepes/latam/concepto.htm